Sir Joseph Noel Paton: Mors
Janua Vitae (La Muerte, Puerta de la Vida), 1866. Este pintor escocés,
influido por los prerrafaelistas, si no pintaba hadas pintaba alegorías. Ésta
es una de ellas.
El caballero es una imagen tradicional del cristiano o del
hombre en general (ya que «militia es
vita hominum super terram» Job 7,1). Viene malherido de la batalla (lleva
una de las escarcelas desprendidas), y tanto el color de su piel y labios, como
la expresión de sus ojos, indican que está por exhalar el último suspiro. A sus
pies ha abandonado el casco y la espada. La pluma de pavo real en uno y la rica
vaina de la otra habilitan la lectura alegórica de las mismas: son los restos
de la soberbia y la vanidad que el caballero ha dejado atrás. Ahora tiende sus
manos hacia la eternidad que se le ofrece delante.
El otro gran protagonista del cuadro es el Ángel de la
Muerte: su ala izquierda es oscura como la noche, y la mano que posa sobre el
hombro del caballero es descarnada y terrorífica: es el último llamado. Su ala
derecha, y la mano con que descorre el velo de este mundo, están llenas de vida
y de fuerza. Su mirada es seria, compasiva y penetrante: el caballero sabe que
nada escapa a esos ojos, ni quiere
esconderle nada. En los ojos del Ángel está ya el Juicio de Dios. Pequeña, pero
esencial para el equilibrio de la composición es la piedra roja (entre dos
pequeñas perlas, una oscura y una clara) del broche del pecho del Ángel. Evoca
la Sangre redentora (hay quien cree adivinar allí el rostro de Cristo). El
caballero, de rodillas, recibe al Ángel con espíritu de arrepentimiento y
confianza. Se pone en sus manos: acepta su muerte con entereza. Seguramente
puede decir con San Pablo: «He peleado hasta el fin el buen combate, concluí mi
carrera, conservé la fe» (2 Tim. 4,7).
Arriba, en el cielo, se ve la caída del sol y el nacimiento
del lucero vespertino, símbolos de la muerte y la esperanza. Abajo vemos los
signos de la decadencia y la putrefacción de la naturaleza: hojas marchitas, huesos
humanos, una lápida con forma de cruz celta cubierta de musgo, cardos y espinas
(que nos recuerdan la maldición adámica de Gn. 3,18). En contraste con esta
realidad nocturna, por el resquicio que abre el ángel se ven lirios blancos en
un paisaje radiante y primaveral. Un pequeño detalle: la pequeña mariposa
blanca (una pieris brassicae) parece
haberse escapado del Paraíso y se ha posado ahora sobre la lápida inclinada. La
mariposa es un antiguo símbolo de la transformación a la que nos somete la
muerte (podemos verla por ejemplo en el mosaico estoico de Pompeya del “Memento
mori”). La oruga devenida en mariposa compendia toda la idea del cuadro: Mors, ianua vitae (La muerte es la
puerta de la vida). Y sus pequeñas alas blancas en la oscuridad del paisaje son
testimonio de nuestra esperanza.