sábado, 24 de noviembre de 2018

Mors Ianua Vitae (La Muerte, Puerta de la Vida) de Noel Paton


Sir Joseph Noel Paton: Mors Janua Vitae (La Muerte, Puerta de la Vida), 1866. Este pintor escocés, influido por los prerrafaelistas, si no pintaba hadas pintaba alegorías. Ésta es una de ellas. 

El caballero es una imagen tradicional del cristiano o del hombre en general (ya que «militia es vita hominum super terram» Job 7,1). Viene malherido de la batalla (lleva una de las escarcelas desprendidas), y tanto el color de su piel y labios, como la expresión de sus ojos, indican que está por exhalar el último suspiro. A sus pies ha abandonado el casco y la espada. La pluma de pavo real en uno y la rica vaina de la otra habilitan la lectura alegórica de las mismas: son los restos de la soberbia y la vanidad que el caballero ha dejado atrás. Ahora tiende sus manos hacia la eternidad que se le ofrece delante.

El otro gran protagonista del cuadro es el Ángel de la Muerte: su ala izquierda es oscura como la noche, y la mano que posa sobre el hombro del caballero es descarnada y terrorífica: es el último llamado. Su ala derecha, y la mano con que descorre el velo de este mundo, están llenas de vida y de fuerza. Su mirada es seria, compasiva y penetrante: el caballero sabe que nada escapa a esos  ojos, ni quiere esconderle nada. En los ojos del Ángel está ya el Juicio de Dios. Pequeña, pero esencial para el equilibrio de la composición es la piedra roja (entre dos pequeñas perlas, una oscura y una clara) del broche del pecho del Ángel. Evoca la Sangre redentora (hay quien cree adivinar allí el rostro de Cristo). El caballero, de rodillas, recibe al Ángel con espíritu de arrepentimiento y confianza. Se pone en sus manos: acepta su muerte con entereza. Seguramente puede decir con San Pablo: «He peleado hasta el fin el buen combate, concluí mi carrera, conservé la fe» (2 Tim. 4,7).

Arriba, en el cielo, se ve la caída del sol y el nacimiento del lucero vespertino, símbolos de la muerte y la esperanza. Abajo vemos los signos de la decadencia y la putrefacción de la naturaleza: hojas marchitas, huesos humanos, una lápida con forma de cruz celta cubierta de musgo, cardos y espinas (que nos recuerdan la maldición adámica de Gn. 3,18). En contraste con esta realidad nocturna, por el resquicio que abre el ángel se ven lirios blancos en un paisaje radiante y primaveral. Un pequeño detalle: la pequeña mariposa blanca (una pieris brassicae) parece haberse escapado del Paraíso y se ha posado ahora sobre la lápida inclinada. La mariposa es un antiguo símbolo de la transformación a la que nos somete la muerte (podemos verla por ejemplo en el mosaico estoico de Pompeya del “Memento mori”). La oruga devenida en mariposa compendia toda la idea del cuadro: Mors, ianua vitae (La muerte es la puerta de la vida). Y sus pequeñas alas blancas en la oscuridad del paisaje son testimonio de nuestra esperanza.